11 septiembre 2011


Retrato de un amor inesperado

                                                   Gotas de lluvia mojaban el tejado, aire frío penetraba a través de las ventanas e irrumpía mi sueño. Había sido un día devastador. Entre obligaciones, trámites y reuniones mi mente se apagó rápidamente abatida por el cansancio.
Mi cuerpo, un generador de nervios, tensión e inseguridad interrumpía mi descanso una y otra vez.
Recuerdo que me desperté tres veces en la noche, exaltado y sudado por los sueños que acechaban mi imaginación una y otra vez.
Opté por levantarme, despejar mis pensamientos y dejarme llevar por el agua que avivaba mi rostro.
La lluvia se tornaba cada vez más intensa, truenos y relámpagos iluminaban las calles, las cortinas danzaban ante el viento, el aire que se respiraba era aterrador.
Jamás había pensado en quedarme solo dentro de aquella enorme casona, en la que el silencio acechaba pasadas las cuatro de la mañana. Ruidos extraños se oían provenientes del sótano, a cada paso el piso crujía y aturdía mi cabeza.
En mi camino de regreso a la habitación, no alcancé a contener mi curiosidad, ésta era como dos brazos que me empujaban a tomar la linterna e ir a investigar allí abajo.
El coraje no era mi fuerte, toda la vida temí a la oscuridad aunque mi ansiedad por descubrir qué o quién se encontraba en aquel espacio tan atroz me invitaba a continuar.
Palpé la barandilla de las escaleras, empapada en polvo y suciedad. Bajé cautelosamente, midiendo cada paso como si fuese a descubrir algo inesperado.
Un olor a humedad, vejez y recuerdos me envolvía y dificultaba cada vez más mi respiración. Mis ojos percibían como fotografías cada objeto allí atesorado: cuadros de los pintores más destacados, muebles olvidados, candelabros con rastros de velas consumidas y un imponente retrato del primer huésped de la gran casona. Sus penetrantes ojos miel buscaban los míos a cada instante, algo se escondía en su mirada y me cautivaba ferozmente.
En ese preciso instante, un escalofrío rodó por mi espalda como si sintiese la presencia de aquella hermosa mujer en el espacio.
Miré el entorno que me rodeaba con extrema precisión aunque no logré visualizar algún indicio que diera con aquella extraña sensación.
Aturdido por la fatiga y los latidos incesantes de mi corazón subí a la habitación  convenciéndome que todo aquello que había pensado y sentido era fruto de mi imaginación. Derrotado por el cansancio, me derribé sobre la cama y el sueño me capturó en un instante.
Al día siguiente, los rayos cegadores del sol se infiltraron en mis pupilas.  Mi rutina agitada comenzó apenas pasadas las nueve de la mañana.
Salí de la oficina a las nueve de la noche y luego de una hora de viaje llegué a casa.
Hacía frío todavía, a pesar de que la tormenta se había esfumado y el cielo nítido se imponía en la noche.
Pisé el umbral de la casona tiritando mientras buscaba las llaves. No existía, hasta ese momento, ninguna señal de lo ocurrido minutos después.
Pasadas las once de la noche, me encontraba sentado en el sofá del gran salón leyendo un libro y pensando al mismo tiempo en las obligaciones del día siguiente. La luna se reflejaba a través de las ventanas e iluminaba gran parte de sala. Sólo se oía el blues de Eric Clapton que elegí para relajarme y dejar llevar mi mente.
Sentí otra vez aquella sensación de que no me encontraba solo en el lugar, alguien más a quien no podía ver, estaba a mi lado como protegiéndome, acompañándome.
Levanté la mirada de las páginas y exactamente delante de mí una figura femenina se alzaba en el aire, al igual que un ángel. Reconocí aquellos ojos miel que me capturaron la noche anterior, resultaba imposible despojarse de su mirada.
Mi cuerpo se paralizó, permanecí inmóvil unos segundos hasta que la hermosa mujer envuelta en un vestido blanco tomó mi mano y la entrelazó con la suya. Me cobijó en sus brazos y por primera vez oí su cálida y dulce voz en la noche. Murmuró a mis oídos: “Tranquilo, no hay nada que temer, estoy aquí para cuidarte y protegerte”.
Mi corazón latía acelerado, sentía que una fuerza me mantenía en pie, alimentaba mi alma. El poder del amor que fluía en aquel momento era sin duda la respuesta a todos mis interrogantes.
La tranquilidad y la seguridad se adueñaron de mí, jamás me había sentido tan enamorado como en ese instante. 
Recuerdo que al día siguiente desperté en el sillón del gran salón, arropado en una manta blanca idéntica al vestido de mi ángel.
Percibía todo el tiempo que estaba junto a mí, abrigando a mi corazón y alejando mis temores.
Durante el día las horas se hacían eternas, anhelaba llegar a casa y cobijarme en la protección de la mujer que despertó mi corazón dormido.
Cada noche me recostaba en mi cama, la miraba por última vez a los ojos y mientras dormía se adueñaba de mis sueños recordándome el instante que la vi por primera vez.

                                                                      
                                                                                                                                 Rose