-Boulevard Ballester 5065-
Dos de la madrugada. Frío. Un dolor en el pecho inexplicable. Terror. Son algunas de las cosas que se me vienen a la mente cuando pienso en aquella noche de verano del ’77. No había pasado mucho del comienzo de ese año, apenas unos tres días.
Puedo aún escuchar la voz cantante de mi madre desafinando como nunca antes, dirigiéndose a hombres que manipulaban su cuerpo y acallaban su boca. Mi padre se desarmaba en gritos a causa del dolor que provocaba una herida de bala en su pierna. En esa mezcla de momentos sorpresivos atiné a ir en busca de mi hermano; extrañas huellas rojas me condujeron a su cuerpo envuelto entre sábanas rotas. Fue cuando sentí un singular frío de metal atravesar mi pecho que quise taparme y corrí lo más rápido que pude con destino a algún lugar… De alguna manera llegué al sótano de mi casa. La única luz que había era la que se filtraba por una abertura en el extremo superior de una pared.
De un instante a otro pude escuchar cómo se alejaban aquellas voces forzadas y cómo la soledad y el silencio invadían mi casa. Recorrí cada rincón de aquel terreno edificado con el esfuerzo de mi padre, trayendo a mi mente cada situación, cada aroma y cada palabra perdida en el tiempo.
Pude ver y percibir el amor transmitido en aquellos besos que un día me concibieron; pude recrear con claridad la bella imagen de mi madre vistiendo esa bata de seda rosa iluminada por la luz natural de la mañana y esa sonrisa con la que siempre me adoraba. Tenía un carisma que la hacia única. Demostraba una dedicación admirable por su trabajo y había una frase de la que era dueña... : “La más lujosa herencia que uno puede dejarle a alguien es la enseñanza de lo que uno siempre anheló ser y la lucha por conseguirlo...”. Con estas palabras recuerdo su sueño, el que siempre repetía, aquel de trabajar dirigida por Sergio Renán y acompañada por Alfredo Alcón. Mientras proyectaba ese deseo les entregaba de lunes a jueves todo su amor en un apartado salón del teatro San Martín a los “Pequeños Aprendices”, como solía llamar a sus alumnos de teatro. Pude recordar observando el patio como éste daba lugar a los asados, el primer domingo de cada mes, que hacíamos con mi padre y disfrutábamos en familia; a mi hermano con su muñeco de trapo, regalo de su quinto cumpleaños, el anteúltimo de su vida y compañero de muerte. Creo que fue el único momento de mis trece años donde registré cada caricia y cada susurro vivido en ese gigante conjunto de ladrillos.
Esperé a lo largo de horas la llegada de algún rostro familiar, pero sólo personas desconocidas vinieron a usurpar mi casa. Llegaron con miradas de angustia, de dolor. El motivo de su visita lo supe más tarde, cuando sus movimientos los orientaron a la parte trasera de la casa, donde celebrarían un fúnebre acontecimiento a causa de la muerte de dos niños y la desaparición de dos adultos. Pude entender que uno de los infantes era Tommy, mi hermano menor, y que los mayores eran mis padres, pero no logré entender quién era el segundo pequeño; no había alguien que me lo contestara.
Después de ese día nadie más ingresó en mi casa, no por largos quince años…
Un día, donde el sol me hizo recordar que existía, una señora de pelo rubio y botas altas tocó la puerta; pude divisar a un hombre de traje, alto y con gafas oscuras que traía un libro grande y rojo bajo sus brazos, lo que me hizo entender que no venía sola. Me dio curiosidad saber de qué se trataba, así que subí las escaleras y abrí la puerta. Hicieron un recorrido por toda la casa, les ofrecí café pero no quisieron; luego de un largo rato me comentaron que estaban en busca de una casa con las cualidades de la mía: grande, espaciosa, con un patio y de ser posible con un sótano que sirva de depósito. Necesitaban lucrar con una propiedad para transformarla en un Centro Universitario, ya que serían innovadores en la zona. Mencioné una única condición: quedarme a vivir en el sótano. Entendieron mi situación y llegamos a un acuerdo; días más tarde se inauguró el Centro Universitario de Villa Ballester (C.U.V.B.).
Pronto mi casa se llenó de gente, personas alegres que colmaron de vida el lugar.
No visitaban con mucha frecuencia mi habitación pero algunas veces bajaban a conocerla un grupo de chicos guiados por la mujer y dos hombres. Eran pocos los momentos donde un olvidado gesto dibujaba mi cara, era feliz. Supuse que la dama quería que me conocieran, pues era el único momento donde daba lugar a mi relación con alguien más.
Hoy en día mis labios muy pocas veces recuerdan ese gesto de felicidad, pocas veces mis oídos registran nuevas voces, pero vuelve a aparecer un sentimiento en el que me pregunto por qué nadie responde, ¿por qué pasan de largo y, no me ven? […]
-Ésta redacción fue encontrada en el sótano del mencionado C.U.V.B.; se desconoce existencia de habitantes anteriores de La Casona-
Micaela Tula
Dos de la madrugada. Frío. Un dolor en el pecho inexplicable. Terror. Son algunas de las cosas que se me vienen a la mente cuando pienso en aquella noche de verano del ’77. No había pasado mucho del comienzo de ese año, apenas unos tres días.
Puedo aún escuchar la voz cantante de mi madre desafinando como nunca antes, dirigiéndose a hombres que manipulaban su cuerpo y acallaban su boca. Mi padre se desarmaba en gritos a causa del dolor que provocaba una herida de bala en su pierna. En esa mezcla de momentos sorpresivos atiné a ir en busca de mi hermano; extrañas huellas rojas me condujeron a su cuerpo envuelto entre sábanas rotas. Fue cuando sentí un singular frío de metal atravesar mi pecho que quise taparme y corrí lo más rápido que pude con destino a algún lugar… De alguna manera llegué al sótano de mi casa. La única luz que había era la que se filtraba por una abertura en el extremo superior de una pared.
De un instante a otro pude escuchar cómo se alejaban aquellas voces forzadas y cómo la soledad y el silencio invadían mi casa. Recorrí cada rincón de aquel terreno edificado con el esfuerzo de mi padre, trayendo a mi mente cada situación, cada aroma y cada palabra perdida en el tiempo.
Pude ver y percibir el amor transmitido en aquellos besos que un día me concibieron; pude recrear con claridad la bella imagen de mi madre vistiendo esa bata de seda rosa iluminada por la luz natural de la mañana y esa sonrisa con la que siempre me adoraba. Tenía un carisma que la hacia única. Demostraba una dedicación admirable por su trabajo y había una frase de la que era dueña... : “La más lujosa herencia que uno puede dejarle a alguien es la enseñanza de lo que uno siempre anheló ser y la lucha por conseguirlo...”. Con estas palabras recuerdo su sueño, el que siempre repetía, aquel de trabajar dirigida por Sergio Renán y acompañada por Alfredo Alcón. Mientras proyectaba ese deseo les entregaba de lunes a jueves todo su amor en un apartado salón del teatro San Martín a los “Pequeños Aprendices”, como solía llamar a sus alumnos de teatro. Pude recordar observando el patio como éste daba lugar a los asados, el primer domingo de cada mes, que hacíamos con mi padre y disfrutábamos en familia; a mi hermano con su muñeco de trapo, regalo de su quinto cumpleaños, el anteúltimo de su vida y compañero de muerte. Creo que fue el único momento de mis trece años donde registré cada caricia y cada susurro vivido en ese gigante conjunto de ladrillos.
Esperé a lo largo de horas la llegada de algún rostro familiar, pero sólo personas desconocidas vinieron a usurpar mi casa. Llegaron con miradas de angustia, de dolor. El motivo de su visita lo supe más tarde, cuando sus movimientos los orientaron a la parte trasera de la casa, donde celebrarían un fúnebre acontecimiento a causa de la muerte de dos niños y la desaparición de dos adultos. Pude entender que uno de los infantes era Tommy, mi hermano menor, y que los mayores eran mis padres, pero no logré entender quién era el segundo pequeño; no había alguien que me lo contestara.
Después de ese día nadie más ingresó en mi casa, no por largos quince años…
Un día, donde el sol me hizo recordar que existía, una señora de pelo rubio y botas altas tocó la puerta; pude divisar a un hombre de traje, alto y con gafas oscuras que traía un libro grande y rojo bajo sus brazos, lo que me hizo entender que no venía sola. Me dio curiosidad saber de qué se trataba, así que subí las escaleras y abrí la puerta. Hicieron un recorrido por toda la casa, les ofrecí café pero no quisieron; luego de un largo rato me comentaron que estaban en busca de una casa con las cualidades de la mía: grande, espaciosa, con un patio y de ser posible con un sótano que sirva de depósito. Necesitaban lucrar con una propiedad para transformarla en un Centro Universitario, ya que serían innovadores en la zona. Mencioné una única condición: quedarme a vivir en el sótano. Entendieron mi situación y llegamos a un acuerdo; días más tarde se inauguró el Centro Universitario de Villa Ballester (C.U.V.B.).
Pronto mi casa se llenó de gente, personas alegres que colmaron de vida el lugar.
No visitaban con mucha frecuencia mi habitación pero algunas veces bajaban a conocerla un grupo de chicos guiados por la mujer y dos hombres. Eran pocos los momentos donde un olvidado gesto dibujaba mi cara, era feliz. Supuse que la dama quería que me conocieran, pues era el único momento donde daba lugar a mi relación con alguien más.
Hoy en día mis labios muy pocas veces recuerdan ese gesto de felicidad, pocas veces mis oídos registran nuevas voces, pero vuelve a aparecer un sentimiento en el que me pregunto por qué nadie responde, ¿por qué pasan de largo y, no me ven? […]
-Ésta redacción fue encontrada en el sótano del mencionado C.U.V.B.; se desconoce existencia de habitantes anteriores de La Casona-
Micaela Tula