23 julio 2010


LUZ


Las calles del centro, por las cuales no estaba acostumbrado a rondar, le daban la formalidad que él tanto temía darle. A su pesar, la mano de ella envolvía su mano, no como la de una madre protectora, ni como la de un alma compañera que busca sólo guiarlo en el trayecto hasta Avenida Ángel Gallardo, sino como algo más. En cualquier otro momento de su vida, él estaría enteramente dispuesto a desarmar esa hermosa idea de compañía, después de haber satisfecho sus necesidades carnales, pero esta vez no fue así.
Después de un largo caminar, después de charlar sobre el pasado que no habían compartido, después de perderse entre las calles e intentar reubicarse consultando algún peatón, llegaron a Gallardo y Díaz Vélez. Nunca cosas tan antagónicas habían estado tan cerca unas de otras, puestos de libros pegados a otros de cosas inútiles se intercalaban, con el propósito de adornar el lugar. Mientras, ella seguía irrandiando paz con una sonrisa, pero sin soltar su mano. Él, sin perder de vista el entorno e invadido por un interés titánico por la literatura latinoamericana, tampoco sentía ganas de soltar la que, al lado de la suya, parecía una mano diminuta. El trayecto duró en tiempo de reloj, lo que duraba el viaje de ida y vuelta desde la casa de ella hasta una de las últimas paradas del 127. Pero fue más largo. A veces cuando uno la pasa bien el tiempo no pasa más rápido, pero eso es personal, él tenía la capacidad de disfrutar cada momento, y cuando uno puede hacer eso, un segundo cualquiera puede durar horas. Durante este tiempo en que sus manos no se soltaron, sus miradas se cruzaban intercambiando sonrisas cómplices, que sin entender mucho su propósito, ambos recibían cual mendigo una limosna. Pronto el trayecto fue llegando a su fin, pero antes ambos necesitaban pasar por un lugar para cumplir sus necesidades fisiológicas. La pequeña escalinata de mármol de cuatro escalones que separaba la calle de su objetivo estaba colmada por dos personas sentadas en unas sillas tomando mate y discutiendo sobre fútbol. Después de consultar a los guardianes de la entrada y conseguir su permiso, ambos entraron. Él no le dio la importancia que luego iba a tomar la ubicación de ambos destinos deparados, a los cuales cada uno debía dirigirse. Caminaron un pequeñísimo pasillo, el cual dirigía a un jardín central, pero no llegaron hasta él. Se detuvieron antes y cada uno doblo en direcciones diferentes. Fue el momento único en el que se soltaron las manos. Pocas veces una persona como él, que se auto consideraba pensante y sentimental, divisó un cambio tan rotundo en el ambiente con sólo dejar atrás a un par. En ese momento, se dio cuenta que la escalinata no era más que una escalera, que los guardianes de la entrada no eran más que un policía y un médico neurólogo, y que el pasillo y el jardín central pertenecían a una no muy bien iluminada clínica oncológica. Satisfechas sus necesidades, volvió al pasillo, pero su capacidad de goce del tiempo se veía extrañamente suspendida e impracticable. Abrió la puerta donde ella se había dirigido, que era completamente en dirección opuesta a donde él, y simplemente se sentó a esperar. En esa espera volvieron todos los pensamientos regulares que solían invadir su cabeza, excepto cuando algún ruido llegaba a su oído, pasaba por sus nervios y su poder de relación interpretaba que era ella, que iba a interrumpir su espera, volviéndolo a agarrar de la mano, volviéndolo a obligar a disfrutar en cada segundo. Después de colmados los límites de su paciencia, por la puerta salió ella otra vez, emanando paz y con una sonrisa que se acrecentó segundo a segundo a medida que sus miradas se volvían a cruzar, y sus manos volvían al lugar deseado. Cruzaron el pasillo, bajaron la escalinata y se alejaron no sin antes, agradecer y despedir a los guardianes
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EMILIANO PISTONE