07 mayo 2010

MICAELA STEFANO





Sin título ( O díganle "Loco")

Trató de dominar la imperiosa necesidad de ver sangre. Lo intentó, sí que lo hizo. Pero no consiguió aplacar su instinto. La sangre ahora emanaba de su cuello, cual fuente en una plaza, era una canilla de sangre. Poco a poco, su camisa blanca se fue manchando, se fue tiñendo de rojo, y eso le encantaba, eso le hacía sentir poderoso. Importarte. Imponente.
El inerte cuerpo de Cecilia seguía en el piso. Estaba duro, rígido, y en una posición extraña. Sus ojos muertos continuaban abiertos, mirando el vació. Su chispa se había apagado. Se habia ido para siempre.
Agarró su cuchillo con más fuerza y cortó unos mechones del pelo de su víctima. Los guardó en su bolsillo y sonrió. Sonrió y largó carcajadas, estrepitosas carcajadas. Se sentía feliz, dichoso. Eso era lo que le gustaba de todo esto. Esa facilidad de encontrar felicidad entre tanta muerte y dolor.
Dejó el manchado cuchillo sobre la mesa. Se agachó para estar a la altura de Cecilia, y muy delicadamente cerró sus ojos, lo hizo sin saber por qué, de todas maneras ya eran ciegos a la vida. Ya no lo acusarían más. Eso también lo hacía feliz.
Comenzó a limpiar la sangre de la habitación, el suelo estaba regada de ella. No se preocupó, sabía que con esmero las manchas saldrían, y no quedaría rastro alguno de la desgracia ocurrida.
Aún seguía con la sonrisa en la cara, pero no era la típica sonrisa cínica que uno pensaría que tendría. No, era una sonrisa común y corriente, una de esas que sólo salen en momentos hermosos, en momentos que ocurren pocas veces. Terminó con el piso y las paredes y todo lo que había pintado la sangre, así que comenzó a limpiarse él. Desabrochó su camisa blanca, ahora rosa, y la tiró en el fregadero. Inspeccionó meticulosamente sus pantalones y zapatos, estaban impecables. Eso se llamaba práctica. Lavó, relavó y volvió a lavar la camisa, dejándola blanca de nuevo. Pero eso no era suficiente para él. Tomó el cuchillo y cortó un pedazo de su camisa, guardándola en el bolsillo de su pantalón, junto al mechón de pelo de Cecilia. Agarró los fósforos y prendió uno. El fuego iluminó sus ojos y rostro y sintió el tibio calor que la llama lanzaba. Con la remera en el fregadero, lanzó el fósforo allí. Comenzó a quemarse, no muy rápido, ni muy lento. En su tiempo justo, como a él le gustaba. Dejó de lado el asunto de la camisa. Y se ocupó de su víctima.
Al cabo de unas horas, tenía todo el asunto resuelto. El cuerpo de Cecilia, estaba ya a metros y metros de profundidad, vagando con los peces. Estaba amaneciendo y estaba cansado, su mente divagaba entre lo real y lo irreal. Se tumbó en el sillón, boca abajo, tratando de dormir.
Soñó con su niñez. Con su madre y el borracho de su padre. Con sus mascotas de la infancia y con Cecilia: del día en que la conoció, de la manera loca en la que la amó, y del día que descubrió su traición. En ese instante se despertó sobresaltado, el sudor caía por su frente, se dio media vuelta y se quedó mirando el cielo raso. Pensó en lo sucedido y en sus víctimas anteriores. Todos antiguos amores, todas malditas, todas muertas. Se escuchó un leve suspiro. Confesara algún día su adicción?. El mundo creerá sus razones?. Sentirán compasión por él? . No. Ya lo sabía. Pero le gustaba replantarse las cosas una y otra vez.
Quizás el mundo no estaba listo para el amor que el podía dar o tal vez él no era lo suficientemente bueno para el amor. Definitivamente era la primera opción.
Se revolvió en el sillón unos segundos. No estaba cómodo. Las lágrimas comenzaron a caer por su rostro, mientras pensaba en Cecilia. No entendía como alguien podía rechazarlo de tal manera. Qué vil y cruel que fue Cecilia. Qué tonta y estúpida había sido. La odiaba.
La amaba.
Se sintió mal. Enfermo. Solo. La extrañaba. La quería de regreso. La necesitaba. Pero era tarde. No podía tenerla. Si tan sólo él estuviera muerto, si tan sólo pudiera dejar de respirar, estaría con ella. Con ella para siempre y siempre. Hasta el fin. Saltó del sofá. Buscó desesperadamente el cuchillo. No. Demasiado lento. Quería estar con ella ahora. Ya. Buscó en su habitación el revólver calibre 22 que tenía para las emergencias. No le gustaban las armas. Las aborrecía. Pero eran más rápidas. Más eficientes.
Se sentó en su cama. Las lágrimas seguían cayendo. Tomó el revólver y lo colocó en su cien. Una sonrisa se dibujó en su cara, pensando en el beso que Cecilia le daría al verlo. En estos momentos se arrepentía de haberla lastimado. Incluso la perdonó por su traición. Cerró sus ojos conciente del dolor que le causaría. Pero esto no lo detuvo. Con su último aliento suspiró un perdón y jaló del gatillo.
La sangre inundó todo de nuevo.
A él le hubiera gustado ver el colchón teñirse de rojo.
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